domingo, 17 de abril de 2011

El secreto de Sherezada


La escritura y el poder transformador de la ficción (Parte I)
Por Julio Recloux

Hay dos grandes motivaciones que normalmente llevan a los alumnos a tomar las clases. Una es la necesidad de hacer catarsis y poner en palabras algún que otro sentimiento más o menos escondido (generalmente acerca de alguna experiencia dolorosa o inquietante). Esto, por supuesto, tiene que ver, por un lado, con la necesidad de construir un relato que de cuenta de lo vivido, y por otro, con la de lograr darle sentido. Y ahí es donde se vuelve necesario apelar al potencial creativo que todos tenemos para construir nuestra subjetividad de un modo más libre y consciente. Suele suceder que a partir de las primeras clases el alumno descubre, como Nietzsche, que “no hay hechos sino interpretaciones”. Este descubrimiento es crucial no sólo en relación a la cuestión del proceso de ficcionalización en si, sino también en relación a aquello de que uno no enferma por lo que le ha ocurrido sino por aquello que interpreta de lo que le ha ocurrido. Hay infinitas maneras posibles de contar una historia. Y en esto estriba, en gran medida, el arte de hacer ficción.

Cuando los narradores del mundo antiguo ofrecían su relato sobre el origen de un río o las hazañas de un héroe, y éste era aceptado por la comunidad, no era por casualidad sino, porque había en esa historia algo del orden de lo numinoso para ese grupo. Los receptores de ese relato se sentían “tocados” muy profundamente por algo que o bien les daba un sentido de pertenencia o bien los inspiraba en una cierta dirección y los ponía en contacto con algo que ahora podían reconocer también dentro de ellos y esto es un fenómeno evidentemente de orden espiritual que va más allá de cualquier otra cosa y que explica en parte por qué ha habido en nuestra historia unos pocos relatos que han logrado una circulación fuera de lo común y una pregnancia que ha perdurado a través de los siglos, mientras que otros se han perdido en el olvido.

Pero hay otra motivación, además de esta a la que acabo de referirme, y es el tema de la vocación literaria. Esto es algo para lo que no hay edad. Es muy curioso pero, a diferencia de lo que suele pasar con otras profesiones, uno no suele llegar en forma directa a la literatura. Es muy común que los escritores sientan ese llamado que implica toda vocación luego de haber abrazado antes alguna otra. Sabemos, por ejemplo, que Macedonio Fernández venía del derecho y que Nabokov se dedicaba al estudio de las mariposas. El caso de Gurdjieff es acaso uno de los más emblemáticos: su vocación por la escritura le sobrevino a una edad muy avanzada; luego de un accidente automovilístico que casi le cuesta la vida. Curiosamente, su padre también había resultado un gran ashoj. En uno de sus libros más conocidos (Encuentro con hombres notables) los lectores que se lo propongan podrán leer un capítulo encantador en el que el fundador del cuarto camino, a quienes los parisinos apodaban Monsieur Bon Bon, le rinde un sentido homenaje.

Quizá el hecho de que para escribir sea necesaria cierta dosis de madurez, explique en parte esta cuestión de la aparición tardía de esta vocación a la que aludíamos más arriba. Pero no siempre es así (Borges sabía desde sus siete años cuando escribió en inglés un texto sobre el Quijote, que su destino sería el de escritor). Y de hecho no son pocos los jóvenes que sienten también este llamado tempranamente y acuden a tomar clases con el objeto no sólo de perfeccionarse sino también de lograr acceder a una guía que les permita descubrir el mundo de los libros desde otro lugar al que se plantea en los ámbitos académicos.

Pero ya sea que uno venga por una necesidad de hacer catarsis o por una cuestión más vocacional o por simple hobby, lo cierto es que escribir es una actividad que tiende un puente hacia nuestra interioridad. Es decir, un escritor es alguien que le cede la voz al alma. Esto implica aprender a escucharnos ya que el primer lector de lo que escribimos somos nosotros mismos. En este sentido uno termina por pensar que un escritor es antes que nada un buscador. El texto no es más que una excusa para llevar a cabo la búsqueda, que sin duda ha de ser tan incierta y tan ardua como la de un alquimista. No hay satisfacción más grande que la que sobreviene cuando uno logra redondear un texto y dice: “Uf, por fin… Esto es lo que yo quería decir”. Por eso no hay que pensar la literatura en términos de un eje de buena o mala porque eso no existe, lo que existe es “eso” que uno quiere decir y el anhelo de expresarlo es tan urgente que solo se satisface cuando uno encuentra las palabras y la manera más eficaz de decir aquello que tenía para decir.

Todo el arte en general trata de esto. Y la literatura es una rama del arte. Al escribir, uno entra en contacto con su propio panteón de dioses y demonios. Es decir, con esa mitología privada a la que uno desciende todas las noches cuando cierra los ojos para que cese el mundo. Todos los personajes fantásticos que nos ha deparado la mitología no son más que la manifestación de contenidos que habitan en nuestra alma y que han tomado una determinada forma o tal o cual nombre según las épocas y las culturas, pero detrás de los cuales subyacen indefectiblemente los diversos arquetipos. La literatura es, en definitiva, una suerte de mitología más personal. Hay una relación muy estrecha entre los personajes mitológicos, los de los relatos de las diversas religiones y los de la literatura. Se dice por ejemplo que Dostoievsky le rezaba a una imagen del Quijote, y que Baudelaire hacia lo propio con un retrato de Poe, al que jamás le faltaban velas encendidas.

La escritura a mi me ha enseñado, entre otras tantas cosas, a establecer una buena relación conmigo mismo. Es común que les digamos a nuestros hijos que deben tener buena relación con los demás pero solemos pasar por alto el detalle de que esto debe empezar por casa. Hay muchos “yoes” en uno mismo y escribir es un ejercicio muy interesante que permite sacarlos a la luz y observarlos con cierta perspectiva (aunque por supuesto esto nunca es algo fácil de lograr). El arte, en ese sentido, y no sólo la escritura, que es de lo que yo me ocupo, sino el arte en general, no es otra cosa que una experiencia espiritual. Y por eso hablaba antes de la búsqueda de los alquimistas. Lamentablemente, en el imaginario colectivo, está muy instalada la idea de que la espiritualidad sólo cabe en las prácticas formales de las diversas instituciones religiosas. Entonces ocurre que si una persona no participa de ninguna de estas prácticas se dice de ella que no tiene espiritualidad alguna. ¿Se imaginan cuanto se escandalizaría una persona estructurada y prejuiciosa si un escritor le dice a boca de jarro que su espiritualidad pasa por su práctica literaria? Pero es la pura verdad y lo saben todos los escritores y todos los que trabajan con el arte porque sencillamente lo experimentan todos los días. Y cuidado que cuando hablo de arte, no lo hago en el sentido de una esfera de actividad exclusiva de ninguna elite, sino por el contrario en el de una experiencia espiritual que debería ser un derecho de todo hombre. Todo ser humano, por el solo hecho de serlo, está capacitado tanto para apreciar como para producir hechos artísticos.

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Mi foto
Julio Recloux, escritor argentino, nació en Buenos Aires en 1965. Cursó estudios de psicología en la Universidad Nacional de Mar Del Plata y de Castellano, Literatura y Latín en el Instituto Superior del Profesorado Dr. Joaquín V. González. Ha sido alumno de Silvia Plager quien lo formó como escritor y coordinador de talleres literarios. Fundó el suyo en abril de 1999. Trabajó, más tarde, también, para la Secretaria de Cultura de la Nación, coordinando talleres en Capital Federal y en la provincia de Buenos Aires. Estudió la psicología de Carl Jung y la obra de Joseph Campbell. Como narrador, ha publicado junto a Ana Quiroga y otros colegas en el 2004 el libro Cuentos al oído de Buenos Aires, editado por la Secretaria de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. En el 2010, publicó la primera antología de su taller bajo el título: Confabulatores Nocturni. Luego, en 2012 Fantasías elementales y La maquinaria del atrapasueños (Ediciones Nueve Puntas). Actualmente dirige el sello Ediciones Nueve Puntas, escribe en la sección literaria de la revista Uno Mismo y trabaja con sus alumnos en forma privada dictando clases individuales y grupales.