La Serpiente sale de abajo de la cama, se arrastra pesadamente y avanza -temerosa y con cautela- la lengua venteando el aire en busca de olores.
Recorre la habitación, zigzagueante, explorando tenaz cada rincón como si fuera la primera vez que está ahí.
Al verla siente un vahído.
Piensa: "Dios mío, es enorme".
Y siente que de nuevo el terror lo golpea en el rostro como una cachetada luminosa, dejándolo aturdido y con la mente en blanco. Enceguecido.
No obstante, alcanza a darse cuenta de que con ésta ya son cinco veces que sueña con la Serpiente. Entonces le dan ganas de llorar porque sabe que va a morir: el reptil va a devorarlo, asfixiarlo con sus anillos, envenenarlo con su ponzoña.
Pero esta vez es diferente a las anteriores.
La Serpiente se mueve con torpeza y lentitud, como si de repente se hubiese quedado ciega o perdido el sentido de la orientación. ¿Será que tampoco sabe dónde está su víctima?
Toc.
La Serpiente choca con su cabezota contra los zócalos, permanece allí un rato como si estuviese en penitencia antes de proseguir su penosa marcha. Sin embargo, cada tanto padece repentinos accesos de cólera, raptos que electrifican su cuerpo voluminoso, envarándolo.
La Serpiente se sacude entonces como una manguera de incendios, se contorsiona, barre el suelo de izquierda a derecha volteando todos los muebles que encuentra a su paso. Pero así como viene esa furia se va pronto dejándola exánime por unos instantes. Inmóvil bajo la luz tenue, la Serpiente se parece a la pierna de una mujer, una larga pierna de mujer: una triste mujer exhausta envuelta en látex negro.
Sebastian Campanello