Presentamos el libro de Rosa Ginter, Las aguas de la memoria y el olvido (Ediciones Nueve Puntas)
Una de las representaciones simbólicas más interesantes sobre el misterio de la muerte (tópico que aparece, como no podía ser de otra manera, en todas las literaturas del planeta desde el principio de los tiempos) se la debemos a los antiguos griegos. Según los poetas de la patria de Homero, había dos enigmáticas fuentes a ambos márgenes del Aqueronte que aguardaban a las almas de los muertos en su postrera travesía a la casa de Hades. Éstas se hallaban justo en el umbral que franqueaba el acceso al mundo del cual nadie retorna y, según la leyenda, podían conceder a quienes bebieran de ellas, o bien la memoria, o bien el olvido.
Hay en este libro de Rosa Ginter, cuyo título nos remite al relato mitológico recién mencionado, algo del orden de la evocación: un efecto de sortilegio que nos acompaña de principio a fin de su lectura. Los poemas que lo configuran son algo así como una recherche que nos invita a viajar por el tiempo. Pero no es este un tiempo cualquiera sino que es, por el contrario, un tiempo vivido y, por lo tanto, susceptible de ser recapitulado una y otra vez gracias a la modesta magia de los versos.
Diríamos que se trata entonces de un tiempo mítico que como el mar (un mar hiperbólico que excede el marco de la geografía poética y nos arrecia, y embeleza por igual desde su omnipresencia) genera una corriente por la que, precisamente, fluye Las aguas de la memoria y el olvido.
En cuanto al tema de los arquetipos que más recurrentemente aparecen en esta obra, nos parece que hay en lo implícito algo que nos remite al arquetipo lunar en su correspondencia con el mar, en tanto fuente de la que surge la vida, como así también, por otra parte, desde lo subjetivo, vemos una relación simbólica también con el pasado y, por ende, con el inconsciente.
La Luna gobierna sobre las aguas. No importa si se trata de lluvias, ríos o mares abundantes en peces. Ella marca un ritmo, un pulso constante; un abrir y cerrar, un perpetuo atar y desatar. Tal vez por eso se la tiene como ícono de la resurrección de las almas. Su influjo actúa sobre todo lo que fluye como la circulación de la sangre, la cicatrización de una herida, el crecimiento del pelo o las plantas. Por su ciclo de veintiocho días está asociada a la mujer y por lo tanto a la fertilidad. Y se sabe que también incide sobre los alumbramientos.
La gente del campo sigue muy de cerca los ciclos lunares sobre todo antes de sembrar o cosechar los frutos de la tierra. También se la asocia con los espejos porque su fuego es el reflejo del sol. Se dice que Pitágoras tenía uno mágico que ante la luz lunar mostraba el porvenir. Hay algo inefable en la Luna que desde siempre ha despertado nuestra imaginación, inspirando a los poetas. Hay en este cuerpo celeste un halo de eterno retorno que acaso la hace resplandecer muy especialmente entre todos los arcanos. Incluso para Robert Graves, la poesía, en definitiva, no es otra cosa que una derivación del lenguaje de los magos para quienes “la hermana del espejismo y del eco” era el símbolo manifiesto de una antiquísima diosa muy reverenciada (y temida) por casi todos los pueblos de la Europa paleolítica.
Pero volviendo a la obra que estamos presentando, diremos que, dentro de esta simbólica del mar que trabaja su poesía, está también, al mismo tiempo, el tema de la admiración (rayana en devoción), y el temor que éste provoca en las almas sensibles. Es éste un mar que a veces aparece como “poderoso, apacible y misterioso”, como “vínculo de pueblos”, pero también, en su faz oscura, como un “anochecer de desencuentros”. Metáfora, a veces, de nuestro incierto destino y personificación, en otros pasajes, de un poder complejo y ambivalente que nos recuerda al colérico Poseidón o al Jehová del Antiguo Testamento, que tanto es capaz de “besar las arenas quietas” o “castigar las rocas con impetuosa fuerza”. Un mar en ocasiones enigmático, que puede ocultar en sus profundidades sirenas cuyos deseos bien podrían resultar funestos, o asaltar a los marineros inexpertos con el veneno de la nostalgia. Tal como le sucediera al héroe Ulises en la Odisea.
Un mar que en algunos versos adquiere cualidades fantásticas, que sabe de la vida, pero también sabe de la muerte. Y hasta puede devenir magnánimo y condescendiente para conmoverse ante el juramento de dos enamorados que sellan su unión escribiendo sus nombres en la playa.
No obstante lo dicho, hay también otros motivos que aparecen en la poesía de esta autora, algunos de los cuales son: los lazos de pertenencia, el arte y la locura, el compromiso social y la transitoriedad. Sobre este último, no podemos dejar de asociar aquella conmovedora escena de la leyenda de Gautama el Buda en la que luego de ver un anciano, un enfermo y un muerto, se le revelan las tres marcas de la impermanencia.
Por último, quisiéramos hacer una mención acerca de los breves relatos que alternan con los poemas, historias mínimas plenas de un profundo humanismo que bastan para dar cuenta de la capacidad de Rosa Ginter también como narradora.
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