He descubierto las letras naufragando en un libro de Gabriel García Márquez, que, como una tabla perdida en el océano, dio caza a la desorientación que desganaba mis pasos. En él también narra Gabo un naufragio y al dar vuelta las hojas, logra el olfato embeber su conciencia con el aroma seco de la sal, oyen el canto de las aves los oídos acostumbrados a las sirenas y los disparos; y tiembla de frío e incertidumbre el lector al llegar la noche escrita, que eclipsa el fulgor del sol maullando en las esquinas.
Tal vez la cercanía entre el marino de ocasión - hijo de la pluma colombiana - que sobrevive a la inclemencia de la marea y la distancia y mi concepción simbólico personal del momento que transcurría mi vida, fue lo que me acercó a intentar el misterio. Aquel de la tinta pariendo mujeres, batallas eternas, mundos lejanos y locos memorables. El oscuro arte de forjar ventanas de bolsillo para que los niños carguen en sus viajes, desde las que puedan asomar sus pequeñas cabezas y dar cuenta de que, irremediablemente, han nacido en este mundo, pero no ha quedado atrás la posibilidad de ir a jugar en los jardines de otros.
Hoy navego con aquel interrogante, que “Relato de un náufrago” acercó a la orilla de mis descubrimientos, posado en el horizonte, surcando un mar desconocido sobre un bote a medio construir, tejido con maderas propias y ajenas, buscando al hermano escritor que me incitó a domar el oleaje vasto e imprevisible de la literatura.