EL MENSAJERO
Creo que fue un viernes de 1995; el tibio sol se rendía ante una llovizna que barnizaba suavemente las calles de Buenos Aires. Salí de mi oficina algo nervioso; veinte llamadas inútiles a Esteban y luego el sermón de mi jefe terminaron por alterar mi paciencia. Solía pasar a tomar algo en un tugurio cerca de
Paco no hablaba, con un tosco semblante me traía el jarro de cerveza, después cobraba y volvía a sus revistas de crucigramas. El gris acuoso fue oscureciéndose hasta perderse entre los tímidos faroles. Llovía más. Pensé en Graciela, pobre, siempre pegada a la ventana de la cocina, con la esperanza de que algún día vuelva temprano. Ojeé el diario, sin encontrar mi número en
Una figura empapada entró, se sacudió el sobretodo y se sentó en el otro lado del bar. Después de algún tiempo, percibí que se fijaba en mí, lo que me incomodó. Parecía conocerlo de algún lado, como a los vagabundos que uno trata de ignorar. Dejé un billete de diez sobre la mesa y al salir me escabullí entre las gotas que caían furiosas en la noche. Durante toda aquella semana no volví a ver el sol, pero antes de ir a casa paraba en lo de Paco; me percaté entonces de que aquel hombre estaba en la misma mesa todos los días. Traía el mismo tapado oscuro, aunque a veces cambiaba la camisa, generalmente de tonos azulados y siempre estaba leyendo un libro.
Fueron días extraños en aquel barrio, una sensación espesa pululaba por todas las conversaciones de café; dos personas habían muerto a dos cuadras: la anciana y su nieto que habían sido arroyados por un camión se metían sin permiso en los comentarios de los ebrios, que revivían la tragedia una y otra vez, siempre agregando y suprimiendo datos, hasta que su historia cobraba mas vida y color. Ya no les prestaba atención.
En algún momento, cansado de los gritos de Graciela, había decidido no regresar hasta que esté dormida. Traspasé la puerta ruidosa del bar y él no estaba. Respiré hondo y le regalé mi mejor sonrisa a una señora que apuraba su café con una cucharita. Mi cerveza llegó cuando oí una voz áspera a mi lado.
-¿Le molesta si lo acompaño?- Dijo aquel perturbador. De cerca parecía más viejo.
-Sea lo que sea, no gracias-, rechacé. Pero algo en sus ojos produjo cierta curiosidad; dudé, y extendí la mano hacia la silla de enfrente. El me miraba con sus grandes ojos y parecía sonreír.
-Hable ya, buen hombre- ataqué, mientras mi jarro daba un golpe seco sobre la madera. Esperé. El apoyó su libro y lo abrió por la mitad. Era una novela de Chesterton.
-Me encantan las aventuras del Padre Brown- empezó al ver que me interesé en su lectura –sus análisis son certeros y no tan pedantes como los personajes de Conan Doyle.
Me incorporé y esperé. Doblaba las hojas con lentitud. Sin mirarme prosiguió.
-Se dará usted cuenta que hace un tiempo visito este lugar.
Aguardé a que siguiera.
-Muchas veces aparecen cosas por esta ciudad que nos incomodan, que nos hacen descreer de la rutina en la que nos escondemos.
Tomé otro trago y fingí que me interesaba. El viejo hablaba de la vida del barrio de Once. Gesticulaba con mucha serenidad y a veces sonreía, lo que provocaba que sus arrugas se pronunciaran más.
-Lo más interesante es ver a las personas andar como si fuesen dueños de sus propios pasos. Antes que se asuste, no quiero a venderle nada. Suelo recorrer estos barrios y observar. Y en serio, tengo enfrente a la persona adecuada.
Miré el reloj y pensé en Graciela, seguro estaría acusándome con la loca de la vecina, esa metida.
-Su señora está llorando en la ventana de la cocina- punzó repentinamente. Por primera vez le clave la mirada, y a pesar de mis intentos, no pude pararme.
-¿Quién es usted?
Giró la cabeza hacia la ventana, donde el farol de la esquina luchaba para no ser absorbido por la penumbra. Un hombre que estaba en la vereda de enfrente discutía con una joven. Agitaba los brazos mientras echaba miradas al semáforo. Ella soportaba en silencio.
-¿Lo ve?- señaló – Es joven, agraciado, fíjese como trata a su mujer. No se asuste amigo, lo que verá no es agradable.
De repente una ráfaga de estruendos atravesó la calle; un chico que corría con un revólver se escabulló detrás de un basurero y lanzaba refucilos de humo, respondidos con furia desde un arbusto cercano. El pulóver negro le estalló a la altura del hombro y dio su espalda contra el pavimento. Enseguida llegaron los policías, lo zamarrearon y pedían refuerzos. Luego, la mujer silenciosa que gritaba desde la otra esquina, sostenía un torso quebrado, un teléfono en medio de la acera, ojos sin parpados que se deshacían, aferrados a la despedida inútil, mientras la hemorragia bañaba su vientre a estertores. Más tarde, una ambulancia, dos patrulleros y los borrachines de Paco que miraban con ojos saltones detrás de la puerta, con el aliento que ensayaba una huída agonizante contra el frío cristal. Mis manos se aferraron trémulas a mi jarro; el viejo me miraba como complacido. Dejé diez pesos sobre la mesa y ya afuera me perdí presuroso entre los aterrados testigos.
Traté de no pensar, concentrarme en el trabajo, llevarle flores a Graciela, sonreír un poco, que locura, serían esas cosas que uno no entiende y prefiere no descubrirlas jamás, esos misterios que aterran las vidas ajenas, como las historias que me contaba el abuelo en su estancia de Azul. Los roncos gritos de la mujer mancillados con sangre volvían una y otra vez, marejadas de violencia rompían contra la corteza de mi incredulidad. Evité el bar durante un tiempo, pero ya no era lo mismo, como si con la mirada buscara verlo al pasar por la esquina. Mi jefe ya no me hablaba, el caso de Esteban se había atrasado mucho y al salir cada tarde oía gritos, veía a mi esposa, lloraba con esas manchas bermellones que resistieron por días en la vereda. Necesitaba hablar con ese viejo, pero a la vez le temía. Una vez creí verlo en el furgón del tren, entre una maleza de bicicletas y carne sudada, unos ojos sórdidos que laceraban mi estabilidad emocional. No tuve descanso, y esa agitación que me dejaba seco, sin palabras para defenderme de los reproches nocturnos, siempre nocturnos.
Una tarde húmeda me atravesó entre inhalaciones y el informe de la fiscalía que remitía mis faltas en la última presentación. Estuve en el baño durante la tarde, vomitaba, pero no conseguía liberarme. El silbido venía una y otra vez; debió ser por lástima, pero mi jefe no dijo nada y me dejó ir temprano. Salí despacio, camine algunos pasos por la plaza y momentos después saboreaba la cerveza de Paco.
El estaba a tres mesas, sorbía un té, con cada movimiento parecía mirarme, sus manos volvían a su libro y lo acariciaban lentamente. Me veía, seguro me veía. Ya sin sol, ese maldito farol me recordaba la tragedia con su luz burlona. Aspiré con esfuerzo varias veces, terminé el jarro y fui decidido, pateando sillas, sin permiso ni disculpas, y con una mano en el pecho me senté. El seguía leyendo.
-¿Cómo hizo para saberlo?- Increpé. El suspiró; sus ojos seguían hundidos. Esperé una eternidad, con sus dedos amasó varias hojas, no se cuántas.
-Hace mucho que debió haber venido. Me molesta cuando la gente como usted me hace perder el tiempo- sorbió con fuerza. Cerró el libro con cuidado. El farol de la esquina pareció ampliar su estela y una llovizna que no mojaba danzaba errante alrededor de él, en un ritual que veneraba el fulgor de un dios agonizante. El también se detuvo a observar algo y encogió las cejas.
-Durante algún tiempo yo era muy ingenuo, creía que la gente estaba atrapada en su manera de vivir, que dejaban su voluntad en manos de otro. Pero con el correr de las vidas percibí que muchos se niegan a aceptar su responsabilidad, como si cerraran los ojos ante la sirena de un tren que esta a punto de arrollarlos.
Sus dedos hacían figuras extrañas con una servilleta Yo respiraba más relajado, pero ese silbido me atravesaba el pecho. El seguía inmóvil, ahora en silencio.
-No es natural conocer el futuro.
-El futuro – titubeó- es sencillo de leer. Muchos creen que eso es algo sobrenatural, pero no. Usted piensa en la tortura que vive día a día, pero solamente es algo que precede otra circunstancia.
-¿Cómo supo lo de mi mujer?
-Usted me lo dijo, si, no debería sorprenderle.
Volvió a abrir el libro ya sin leerlo y entre suspiros me contó una extraña historia de personas que yo no conocía, quizás parientes suyos, de un amor no correspondido, de fuerzas sobrehumanas que yacen sobre nuestra constelación, de guerreros que velan sobre la ignorancia. Mi cabeza latía feroz pero no podía dejar de escucharlo, como si toda esa incoherencia cobrara algún sentido para mí. Un soplo helado barrió a los diminutos bailarines que se perdían en la bruma, desgarrados ante la desprotección de su dios. El parecía mucho más anciano, como si soles incontables lo hubiesen rodearon de repente, una decrepitud se le hundía más en los surcos del rostro.
-No lo entiendo ¿Quién es usted?
-Desde los principios se me encomendó una misión. Todavía dudo el porqué, ya que nunca lo quise, pero su Voluntad no debiera ser burlada. Con dolor tuve que visitar a Abel, el primero, el más querido; lo había acompañado desde que su concepción y después lo inevitable. Claro que tampoco me quiso escuchar. Fíjese amigo, se me ha mitificado durante siglos, me personificaron de acuerdo a la obtusa mentalidad de cada pueblo. A través de los años, lo confieso, he adoptado la apariencia más diversa: fui agorero de faraones, bufón de cortesanos crueles, carpintero, pirata, analfabeto, pintor, navegué los mares más inhóspitos. He vivido el nacimiento y la decadencia de muchos imperios; aún puedo articular el sánscrito casi a la perfección. Y míreme ahora, parezco uno de estos infelices que se embriagan a diario aquí; no hay derecho.
Enarqué una ceja y resoplé con violencia, el aire volvía a faltarme. El tipo seguía como si nada. Me tomé el pecho y una punzada me desgarró las entrañas.
-No lo entiendo.
-¿Todavía cree que debe entender algo?- susurró, mientras se inclinaba sobre su taza -El joven que cayó en aquella esquina lo intentó, pero era demasiado inteligente para creer. Pensé que usted podría ser mejor que el resto, pero debe ser el barrio, en fin, dentro de poco iré hacia el sur, allá son mas sencillos, y hasta más nobles.
Un dolor se me incrustó repentinamente, manos frías rasgaban mi camisa, el tipo me miraba quizás con pena.
-Muchas personas no ven nada aunque se le presente una revelación indudable- lamentó. Echó una mirada en derredor y contempló las convulsiones que me habían arrojado al suelo.
-No me lleves- le rogué con un alarido entrecortado
-Mi trabajo no es llevar a nadie amigo, solo avisar. Algunos lo logran, pero si, imagino que es difícil encontrar lo que no se ve. Discúlpeme, fui lo más claro que pude.
Todo se volvió acuoso. Reconocí la voz de Paco raída por una lejanía espesa y una luz tenue daba vueltas en mi cabeza. Mis brazos dormidos se desparramaron entre ceniceros, corridas, gritos y un aliento con dejo a vino que fueron vanos ante lo irremediable. Creo haber visto al anciano salir antes del fin, como aburrido ya del eterno desenlace, confinado a oír las mismas súplicas, los lamentos por las oportunidades perdidas, los amores rechazados, la vida derrochada. Decenas de ojos inundaron mi horizonte, impotentes, fermentados por el licor de su ignorancia, incapaces de leer el mensaje que tenían enfrente.
Pablo Muñoz